Esta misma mañana, baja la dulce llovizna del cielo, cruzo usted, aparición fortuita, por delante de la puerta de la casa donde aun vivo y ya no tengo hogar. Cunado desperté, fui a la puerta de la suya, donde ignoro si tiene hogar o no lo tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos, que son refulgentes estrellas mellizas en la nebulosa de mi mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le d{e familiarmente ese dulce nombre; perdóneme la lírica. Yo vivo en perpetua lírica infinitesimal.
No sé que mas decirle. Si, si se. Pero es tanto, tanto lo que tengo que decirle, que estimo aplazarlo para cuando nos veamos y hablemos. Pues es lo que ahora deseo, que nos veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nos conozcamos. Después... Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán!
¿Me dará, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida cotidiana, me dará usted oídos?
Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta...
Augusto Pérez.
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